El diseño de identidad tiene tres  grandes misterios.  El primero es lograr ponerse en el lugar del otro, ese otro a  quien va dirigido el diseño. Un otro al que el diseño tiene que informarle, enseñarle, persuadirlo o seducirlo.

Para ello, el diseñador debe  actuar como un actor que representa un personaje en un escenario prefijado. Esto hace que el diseñador tenga que transformarse en su caracterización para a partir de allí poder expresar lo que ese personaje puede o debería expresar. Así, el rol del diseñador es el de poder mutar, el de poder entender y el de poder identificarse con su personaje.

Esto puede verse como una pérdida de personalidad por parte del diseñador o como una virtud, la  de ser flexible y la de buscar la empatía. También esto le da al diseñador la capacidad de aprender y de crecer con cada actuación, con cada diseño.

Para lograr actuar, el diseñador puede utilizar los mismos recursos que usa un actor. Puede buscar situaciones similares a las que debe representar en lo más profundo de sus experiencias e historias, o puede copiar a quien semeja ser su personaje.  Podemos imaginarnos entonces que un diseñador tiene el mismo desafío que tuvo Robert De Niro cuando debió aprender a ser un taxista psicótico para la película “Taxi Driver”.

El segundo misterio es el de decir lo correcto. Un decir que se materializará desde el discurso de los objetos e imágenes que el diseñador crea. Y como todo decir, requiere de la claridad de los conceptos en juego y de la voz que  lo expresa.

En este sentido, el argumento del diseño se apoya en un guión, en lo que se busca del diseño como mensaje. Por su parte, la voz del diseño depende de los signos y símbolos que se proyecten desde las formas y colores que se activan.

El tercer misterio es el alma del diseño. Es el poder del diseño de reconstruir la realidad,  de imaginar nuevas formas de vivir e incluso de crear nuevos mundos para quien esté en contacto con esos diseños.

©Sebastian Guerrini, 2009