En algún momento a todos nos impacta alguna imagen. Una imagen particular que nos inspira amor o temor, que nos condiciona, nos potencia o nos amedrenta.

Así, en algún momento estuvimos o estamos sujetos a una imagen. Puede que haya sido la de nuestro reflejo ante un espejo, la de un recuerdo o una pesadilla. Sujetos por la imagen de una pintura, una fotografía, un lugar o una situación que solo imaginamos al cerrar nuestros ojos, todos fuimos objetos de una imagen.

Sin embargo, si lo deseamos hay un modo de liberarse de ese poder: para ello, primero debemos abandonar la sensación de ver a esa imagen como un ser y una totalidad con vida propia. Dejar entonces de creer en ella como algo natural y dado por el destino, ya que a partir de este inicio podremos desmitificar su embrujo, detectar la fuente de su credibilidad y hallar el porqué de su efecto en nosotros. Esto implica en la práctica enfrentar a esa imagen por medio de despegarla de nosotros y tomar distancia para analizarla y desarticularla.

Luego debemos seguirle el juego a la imagen y adentrarnos en lo que nos quiere mostrar, detectando la historia que cuenta pero sin creerle, ya que lo que nosotros buscaremos es encontrar él o los personajes que actúan allí y que hacen que esa historia nos afecte. Esos personajes particulares que hacen que la historia pueda materializarse ante nuestros ojos.

Una vez detectados los personajes pasaremos a focalizarnos en el protagonista y comenzar fríamente a diseccionar al conjunto de circunstancias, mensajes, objetos, paisajes, detalles y situaciones que sostienen y hacen parecer como real a ese personaje.

Incluso aunque sea una imagen mental, tratemos de desarmar entonces esa imagen deconstruyendo y procesando sus partes, extrayendo cada referencia, significado, asociación, metáfora y relaciones que componen a ese conjunto de formas y colores que es la imagen. De esta manera, lograremos la acción sacrílega de no caer ante el embrujo de la sinfonía de la imagen, quedándonos solo con las notas que componen esa pieza.

Cuando cada parte significante de la imagen esté separada, ya habremos logrado romper la red de alianzas y complicidades que sostenían el poder de la imagen. También habremos logrado desnudar cada uno de los recursos que le daban credibilidad, autoridad, sentido, historia, tradición y coherencia a esa figura primordial.

Ahora adentrémonos en el túnel de la intertextualidad de la figura central: en la cadena de asociaciones con otras imágenes que se disparan en nuestra mente. Después, marquemos y separemos cada eslabón, cada imagen que surja de ese recorrido que emprendemos, para darnos cuenta que cada uno de esos símbolos que componen esa figura, son solo piezas sin valor de una o más cadenas de asociaciones. Asociaciones que sin darnos cuenta nos van llevando a algún lugar. ¿A qué lugar?, en general al lugar de los recuerdos de nuestra infancia, a libros que allí leímos, a momentos y experiencias vividas en tiempos donde fuimos frágiles y a circunstancias sensibles de nuestra vida.

También podemos usar el mismo proceso de tirar de las cadenas de asociaciones con los sobrantes de la imagen que inicialmente recortamos y separamos: ¿a qué nos hizo recordar ese color y ese espacio?, ¿de qué nos habla una palabra escrita con ese estilo?, ¿a dónde nos transporta ese paisaje?, ¿en dónde nos ubicaríamos en un lugar como ese?

Tomemos un ejemplo de cómo funciona este mecanismo: miremos la imagen de un monarca y saquémosle su corona, su cetro, su capa, sus pantalones, sus ropas de gala. Si el monarca es Enrique VIII, movamos sus cejas cambiando esos rasgos intrigantes de su mirada dejando a la luz su cara regordeta. Además, recortemos el clima agobiante y de cementerio que rodea al monarca y dejémoslo indefenso, sin la protección de su contexto. Recién allí miremos que queda de esa fuerte imagen. ¿Y qué queda de poderoso en esa imagen sin esos discursos? Con respecto a la imagen, nada. Solo queda a salvo alguna historia que nos hayan contado acerca del personaje en cuestión, algo que excede a la imagen en sí misma.

Pero también podemos tomar otra dimensión de análisis y buscar la respuesta del impacto que nos genera esa imagen desde su correlato social. Aquí podemos preguntarnos ¿por qué esa imagen de un personaje que murió en el 1500 puede molestar nuestro presente?, ¿qué simboliza alguien como Enrique VIII?, alguien que para algunos fue una suerte de asesino serial de mujeres indefensas, para otros un rey ejemplar o un frío estadista.

Así, este personaje no solo puede encarnar recuerdos de libros leídos en nuestra infancia o de películas enigmáticas sobre el pasado, sino que su impacto puede estar vinculado con una visión política de la vida en común. En esta visión, el monarca nos muestra la posibilidad aún hoy presente de que el Estado, ese Estado representado por el monarca, pueda en algún momento ejercer un poder tan arbitrario como terrible.

Como balance, se puede pensar que las imágenes no son poderosas en sí mismas, solo lo son en la medida que dan forma y naturalizan el mensaje que transmiten.

También, que como planteaba Lacan, la manera de abordar el registro de lo Imaginario y no caer en ilusiones, es procesarlas a través del registro de lo Simbólico (Lacan, 1977). De este modo, será posible que nos encontrásemos ante la realidad fría y dura de los discursos, las reglas, las historias y los intereses que se estructuran y ensamblan en cada imagen.

© Sebastian Guerrini, 2010